PASCUA DE PENTECOSTÉS - El primer día de la Iglesia



Pocas, muy pocas palabras podemos balbucir del misterio inefable.
 Un Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre se conoce y engendra una Palabra sublime, luminosa, infinita, un Hijo en el cual pone cuanto tiene, excepto la propiedad personal e incomunicable de la paternidad. En Él ve su imagen, su imagen viva, adecuada, perfecta, y sonríe y le entrega su amor; y esta donación amorosa y sin reserva, esta donación de todo cuanto puede tener un Dios, esta mirada gozosa del Padre sobre el Hijo, seguida de la inefable complacencia del Hijo en el Padre, es la tercera persona, es el Espíritu Santo. 

Y aquí es donde se realiza plenamente la definición que Platón daba del amor: «Un círculo en revolución perpetua.» Así, durante toda la eternidad, en un éxtasis perenne, en un movimiento vital, necesario y misterioso. Y allí no hay prioridad ni posterioridad, no hay superioridad ni inferioridad. Subsistentes en una misma naturaleza de infinitas perfecciones, las tres personas son igualmente sabias, igualmente poderosas, igualmente bondadosas, igualmente eternas. Sin embargo, el Padre no procede de nadie; es principio sin principio de toda la vida íntima de Dios, origen primero de todas las comunicaciones en la Trinidad. Verbo del Padre, el Hijo presupone al Padre.

 Don mutuo del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo presupone al Padre y al Hijo. Por eso leemos en el Evangelio «que la vida eterna consiste en conocer que el Padre es verdadero Dios y que Jesucristo es su enviado». Respondiendo a ese orden de procedencia, a esa distinción real de propiedades en una naturaleza idéntica, el Padre envía al Hijo, y el Padre con el Hijo envían al Espíritu Santo.

Pues bien: la tierra había sido redimida, el Redentor había resucitado de entre los muertos. Cristo, enviado del Padre, había vuelto al Padre, y el pequeño grupo de los que en Él habían creído aguardaba la realización de aquella palabra suya: «Cuando Yo me fuere, os enviaré al Paráclito.» Eran ciento veinte personas: la Virgen, los Apóstoles, los discípulos y las santas mujeres. 

El Colegio Apostólico estaba ya completo; Pedro había realizado su primer acto de gobierno; los electores habían arrojado las suertes en un pañuelo, y Matías vino a sentarse en el lugar que la deserción de Judas dejó vacante. Ya eran doce, doce como los antiguos patriarcas, como las tribus del pueblo escogido, como las puertas de la Jerusalén celeste; número místico, el que convenía para realizar la obra que presentían inmensa y permanente. 

Todo era presentimiento en la pequeña colina del Sión, en la sala espaciosa del Cenáculo, que guardaba todavía en su recinto las últimas palabras de Jesús. Algo grande se avecinaba, algo que la sagrada cohorte aguardaba, al mismo tiempo, temerosa y jubilante. Los ojos se cruzaban interrogadores, y los ánimos estaban suspensos de una vaga ansiedad, de una expectación misteriosa y maravillosa. Todos recordaban las palabras del Maestro: «Os enviaré al Consolador... Seréis revestidos de la fuerza de lo alto.» Pero ¿qué querían decir estas palabras? ¿Qué aventura tan terrible iba a ser la suya, para que Dios mismo viniese a traerles las armas con que en el principio habían sido vencidos los ángeles rebeldes? Durante mucho tiempo ellos habían pensado en una gloria terrestre. 

Entonces su Mesías era un rey fastuoso e invencible, y en torno de Él el resplandor de las estrofas magníficas, del oro de Ofir; de los metales de Tarsis, de las perlas de Arabia, de los paramentos enjoyados, de tronos de camellos, de picas floridas como tirsos, de mitras y turbantes de tisú como plumas de aves sagradas. Unos días antes hablaban todavía del restablecimiento del reino de Israel. 

Las últimas palabras del Resucitado habían abierto nuevos horizontes delante de sus ojos: los últimos confines de la tierra, los tribunales de los reyes y los príncipes, las ágoras y los foros de las grandes ciudades, y el imperio de adoctrinar y bautizar a todas las gentes. ¿Por ventura estaban llamados a la conquista del mundo?

Rumiando estas cosas, evocando los recuerdos emocionantes de las últimas semanas, todos muy unidos, en la unanimidad de la oración, de la esperanza y del amor, aguardaban los discípulos el cumplimiento de la promesa. De fuera llegan gritos de fiesta, ecos de canciones y sonidos de clarines. 

Es el día de Pentecostés, la Pascua de las primicias, una de las tres grandes solemnidades de la liturgia hebrea. Han pasado cincuenta días después de la inmolación del Cordero: muchos miles de peregrinos han subido a Jerusalén para presentar en el Templo los primeros panes de la nueva cosecha, y al mismo tiempo para conmemorar la entrega de las tablas de la Ley en las cimas centelleantes del Sinaí. 

Toda esa multitud hierve ahora en las calles, envuelta en la luz jubilosa de la mañana: habitantes de las orillas del Jordán, ancho y limoso; estudiantes de Jamnia, escuela venerable de rabinos; pescadores y agricultores de Galilea, criadora de todo viduño, de árboles y plantas, de peces y de aves; prosélitos de las islas y del continente, israelitas helenizados de Egipto y de Asia, mercaderes del otro lado del Eufrates, prosélitos de Roma, traficantes de todos los puertos mediterráneos, desde Tarragona hasta Éfeso, desde Marsella hasta Alejandría; cargadores, banqueros, prestamistas, accionistas de las grandes compañías del Imperio, vendedores de esclavos, chalanes, médicos, recaudadores y acaparadores, hebreos algunos sólo de religión, representantes otros de las viejas colonias derramadas a través del mundo por la espada de los conquistadores, o prendidos por el afán dinámico del lucro en los puntos estratégicos de todos los países, como sanguijuelas ávidas de la pulpa más jugosa, de las corrientes más vivas del negocio.

Ahora suben alborozados hacia el Templo con el cestillo de sus ofrendas, o llevando del ramal los mulos y los dromedarios cargados de ropas y de víveres. Es la hora de tercia, las nueve de la mañana. Los galileos del Cenáculo se aprestan a salir para juntarse a la muchedumbre devota. Jerusalén la santa sigue viviendo en su ánimo, el Templo los fascina todavía; y, obedientes a la ley de Moisés, quieren cumplir los ritos de la fiesta. Pero una nueva ley va a aparecer en el mundo. La carne había sido ya purificada por el agua; el agua había sentido el aleteo palpitante de la paloma mística; al fin, iba a surgir la creación nueva y rutilante de fuego, tantas veces prometida.

El Espíritu que en los días primeros flotaba sobre las aguas, el que puso en el silencio del caos los temblores de la luz, el que encendió en el Cielo las hogueras de los astros, se acerca ahora con violencia de huracán, viene a la tierra triunfador y avasallador desde las profundidades de los Cielos. Es una fuerza incontrastable, que viene a crear entre los hombres la raza nueva de los hijos con la voluntad irresistible de la lucha, con la infalible seguridad del triunfo. De repente, un estruendo de tempestad, una conmoción, un soplo como de viento huracanado y abrasado, el fragor terrible de la voz de Dios «que estremece el desierto y quebranta los cedros del Líbano»

Y mientras el Cenáculo se tambalea, la invasión del Amor envuelve a todos sus habitantes. El Espíritu Santo inunda su alma, ilumina su inteligencia y vuela sobre sus cabezas en figura de llamas rojas y oscilantes que parecen lenguas de fuego. Era la señal de la purificación que se derramaba sobre el mundo, la prenda de una elocuencia más poderosa que la de los sabios del mundo antiguo, la revelación de un entusiasmo vehemente y avasallador y el flamear de una luz que estallaba gozosa ante el nacimiento y las bodas de la Iglesia de Dios, fecundada con tan soberana plenitud, que ningún poder de la tierra será capaz de detenerla ni sofocarla. 

Tiembla de júbilo el alma de los Apóstoles, una exaltación mística brilla en sus ojos, y de sus labios brotan, como un himno convulso de emoción, palabras misteriosas que no aprendieron nunca, palabras hechas de luz y enseñadas por un maestro invisible, gritos de alabanza y de amor; exclamaciones vibrantes y palpitantes en que se funden todas las lenguas de la tierra. Era el anuncio de una unidad superior; el signo de la inmensa familia que Dios iba a recoger de todos los cuadrantes del horizonte, la afirmación de la jurisdicción inviolable que desde su primer día tenía la Iglesia para anunciar la verdad a todas las razas y a todos los pueblos.

La turba, entre tanto, se detiene frente a la casa del prodigio. El primer grupo de curiosos se convierte en una multitud innumerable, y el inmenso hormiguero humano se agita, como el oleaje del mar, en las faldas del monte Sión. Hay partos, medos, elamitas y moradores de Mesopotamia; hay israelitas de Siria, de Capadocia, del Ponto, del Asia, de Frigia y de Pamfilia: hay peregrinos venidos de toda la parte occidental del Imperio, helenizantes de Egipto y de Libia, romanizantes de Italia y de España, árabes y cretenses, devotos de las islas del mar Egeo y prosélitos de las opulentas ciudades jónicas. 

Y ellos, judíos altivos, sutiles y despreciadores de la simplicidad galilea, oyen con pasmo que aquellos galileos de aspecto vulgar, con pinta de jornaleros y campesinos, hablaban en sus propias lenguas, en todas las lenguas conocidas. « ¿Qué novedad es ésta?», se preguntaban unos a otros, sin poder disimular su admiración. Pero como nunca faltan escépticos y malvados dispuestos a ridiculizar lo que no entienden, no tardó en aparecer el sarcasmo con mezcla de calumnia y blasfemia. «No seáis bobos — decían algunos pasando por entre la multitud—; esta gente está llena de mosto.» 

El Espíritu empieza a tener enemigos desde su aparición en la tierra, y los tendrá mientras haya hombres. Pero no en vano había descendido con aquel ímpetu triunfal. Poco antes se había dicho: «Juan bautizó en agua, vosotros seréis bautizados en el fuego.» 

Se acababa de realizar el bautismo prometido, y, con el bautismo, una radical transformación. Allí está el jefe de los ciento veinte que forman el pequeño escuadrón de Cristo. A él le toca repeler el insulto, vengar las palabras pronunciadas contra el espíritu de verdad. Pedro se adelanta en la terraza, dominando aquel oleaje imponente de cabezas, e impone silencio con la mano. Todas las miradas se fijan en él, en su gesto rudo, en su carne tostada, hecha de escoria, en su aspecto de pescador vulgar. ¿Qué ha pasado en este hombre? Poco antes dudaba todavía, soñaba en imperios terrenales, retrocedía cobardemente delante de una criada. Ahora su ademán se impone, su mirada es firme, su voz cae vibrante sobre la muchedumbre. Hay en él fuerza y majestad, lógica y sabiduría. 

Habla maravillosamente, rechaza la suposición de los burladores, cita al salmista y a los profetas y desarrolla con claridad y con nervio una doctrina que a él mismo debió de parecerle nueva: la trascendencia de la muerte de Cristo, el valor apologético de su resurrección, la gloria del día del Señor, los efectos de la redención en el mundo y las maravillas obradas por el bautismo en las almas. No, no es el vino lo que le hace hablar, es una ciencia celeste, una inspiración de lo alto, el soplo del Espíritu de Dios. Sabe lo que el Espíritu le enseña, sabe que nace un mundo nuevo, y tiene la conciencia diáfana de la alta misión que en ese mundo le compete. 

Él, tan vivo, tan impetuoso siempre él, que acaba de verse sumergido en un éxtasis sublime, se expresa con serenidad perfecta, con método y con precisión; sabe que en sus manos lleva el timón de un inmenso navío; oye la voz del Rabbí, que le ordena: «Mar adentro», y se lanza con vivacidad y sin vacilación, pero al mismo tiempo con todo el aplomo de un capitán experimentado. Y la red se va llenando; aquella elocuencia divinamente inflamada en valientes apostrofes y transportes ardientes conmovía a la turba; el globo de fuego que antes había empenachado la cabeza del Apóstol, salía ahora de su boca con impaciencias conquistadoras y dejaba en los corazones lumbres de amor y claridades de verdad. 

Y cuando Pedro terminó su discurso, el aire se llenó de voces de admiración, la multitud irrumpió en la casa, y miles de personas repetían su nombre, levantando hacia él sus manos, sus miradas y sus corazones sedientos de luz y enmohecidos en el pecado. Cerca de tres mil hombres, dicen los Actos, se agregaron aquel día a la Iglesia.

Tal fue la influencia del Espíritu en aquellos hombres que unos días antes «permanecían ocultos, con las puertas bien cerradas, por el miedo de los judíos». Su visita puso en ellos una pulsación nueva, una vibración de fuerza y de vida, que arrolla todos los obstáculos y ahuyenta todas las pusilanimidades. Era el cumplimiento de la palabra de Cristo: «Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que sobrevendrá en vosotros, para ser mis testigos hasta los últimos confines de la tierra.»

 Consumación de la vida íntima en Dios, remate supremo del ciclo misterioso de las operaciones divinas, a Él competía también esta infusión torrencial de la gracia, que era el coronamiento, la consumación de la obra de Cristo en la tierra. Es el dedo de la diestra de Dios, el soberano artista, que viene a dar el último toque a la estatua. Con su presencia, el alma de los Apóstoles se llena de verdad. Ya no hablan de suyo, como había anunciado el Maestro, sino que es Dios quien habla por su boca; ya no tienen que pensar en lo que han de responder a los judíos cuando se les lleve ante los tribunales; el Espíritu Santo es quien les inspirará la respuesta. 

Y nada más admirable que su primera respuesta, ante las amenazas del Sanedrín: «No podemos; es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres.» Aquellos corazones vibran ahora en un santo frenesí y arden en un amor invencible. Amor personal, subsistente, de la vida en Dios, el Espíritu Santo es también como el soplo, la aspiración larga y amorosa que nos comunica la vida. El hálito vital que, según el relato del Génesis, esparció Dios sobre la materia formada del limo de la tierra, era el símbolo de este Espíritu que en el día de Pentecostés sopló con furia de tempestad ante las ventanas del Cenáculo, una fuerza incoercible descendía con Él sobre los hombres privilegiados que le recibieron. 

Ya no les importarán las cárceles, ni los suplicios, ni la muerte. Después de los primeros azotes, dice San Lucas, aquellos hombres estaban ebrios de gozo, porque se les halló dignos de sufrir a causa de nombre de Cristo. El amor mataba al miedo; la gloria se reía de la muerte. De sus cuerpos manaba la sangre del martirio; de sus ojos saltaban las lágrimas del contento. «Realmente—pensaban—hemos recibido el Consolador que nos prometió el Maestro.»

Pero no debemos olvidar una cosa: que la reunión del Cenáculo era la primera célula de la Iglesia, era la Iglesia misma, que hacía su primera aparición en el mundo. Los primeros creyentes figuraban allí a los cristianos de todos los siglos. Todos estábamos representados en la santa asamblea, todos recibíamos las lenguas de fuego y la fuerza del amor y la dulzura del consuelo; y el Espíritu vino, según había sido anunciado, para permanecer con nosotros eternamente. 

Después de veinte siglos, su claridad sigue cubriendo el mundo como una catarata. Continúa presente en la tierra, que vino a iluminar y purificar; recorre los siglos y los continentes derramando luz y calor, apareciendo unas veces como una brisa suave, imponiéndose otras con la violencia del tornado, poniendo su sello en los hombres de la Providencia, formando las almas de los santos, animando y vivificando a la Iglesia, sosteniéndola en los días de la prueba y de la persecución, iluminando a sus gobernantes, conservando su unidad, su fuerza y su hermosura. Huésped invisible del gran amor, flota sobre nosotros, se infiltra en nuestras inteligencias, penetra hasta el fondo de nuestras entrañas, y vive dentro de nosotros para ser nuestro descanso en el trabajo y nuestra sombra en el estío, para recoger nuestras súplicas, para calmar nuestras inquietudes, para secar nuestras lágrimas, para poner en torno nuestro séptuple muralla de fuego, los siete dones deslumbrantes de su munificencia.

¡Oh placer! ¡Con nosotros la eterna claridad, el fuego de los ojos de Dios, la encantadora lumbre del sol divino, la suprema beldad que alumbraba el Cielo antes de aparecer la aurora!

Ven, creador Espíritu; la gracia perfecciona la vida natural, rompe la criatura sus cadenas, la ley vieja se desmorona y el Hijo de Dios sube gozoso hacia la altura.

Ven, muerte, de la muerte, victoria de la vida, llama que no nos quema, agua que no nos sacia; el corazón doliente aguarda tu venida, y los labios febriles, la fuente de tu gracia.

Ven, saludable Espíritu del temor, ansiedad del que ama, principio de la sabiduría, aguijón del que duerme, grito de la verdad, angustia de no hacer lo que uno querría.

Ven, piedad, que eres útil para todas las cosas, y tú, celeste instinto, ciencia del bien y el mal, y tú que pones nimbos de inmarcesibles rosas en la sien de los mártires, ¡oh fuerza celestial!

Y tú, interior sentido de las cosas mejores, donde consejo, lumbre del místico aposento; y tú, sol claro, iris de los siete colores, don de sabiduría y don de entendimiento.

Venid, hálitos santos del santo inspirador; como Ana a Joaquín en la puerta dorada, le aguarda la Esposa, que, aunque no tiene nada, de su pecho y su boca os ofrece el amor.

Domingo PENTECOSTÉS Ciclo A